Después del Baile
- josephinehymes
- Jul 23, 2024
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Una Viñeta basada en Candy Candy de Keiko Nagita
Por Josephine Hymes
La siguiente pieza fue creada para acompañar a un previo mini-fic titulado "Durante el Concierto". Ambas viñetas nos muestras a nuestros dos protagonistas lideando con el dolor de su amor frustrado en la misma noche del mes de octubre de 1922.
La versión en inglés de esta misma historia puede encontrarse aquí.
Traducciones al italiano estás disponibles en:

Les recomiendo la siguiente pieza de Chopin para acompañar la lectura
Después del Baile
Una noche de octubre de 1922
El sonido de la puerta al cerrarse tras ella permaneció en sus oídos mientras finalmente podía liberar el aliento que había estado conteniendo. El elegante dormitorio de color verde menta estaba sumergido en las sombras. En medio de tanta oscuridad, la tímida luna creciente de octubre estaba teniendo dificultades para ahuyentar la penumbra. La joven apoyó la cabeza en la puerta, cerró los ojos y deseó que todo lo que había sucedido aquella noche simplemente se desvaneciera en el cesto donde desechaba todos sus malos recuerdos.
La joven deseaba que aquel desagradable beso fuera sólo un producto de su imaginación, pero era demasiado real, un fiasco tan real como decepcionante. ¿Cómo había permitido que eso sucediera? Era aún peor porque él no la había obligado a hacerlo. Fue con su consentimiento. Ella había enviado deliberadamente todas las señales necesarias para hacerle saber que lo estaba esperando. ¿No es eso algo que se supone debe suceder al final de una cita? ¡Por Dios! Apenas había comenzado y ella ya estaba deseando que esos labios se alejaran de los suyos.
Con un suspiro más cargado de cansancio que de alivio, la joven comenzó a alejarse de la puerta. Caminando hacia el centro del dormitorio, inició por liberar sus pies de los zapatos de tacón alto que calzaba, arrojándolos lejos. Caminando sobre la alfombra persa, llegó a la cama con dosel y se desplomó sobre el colchón.
— Fue la cita más desastrosa de toda mi vida,— pensó con una carcajada amarga y apagada que no se transformó en sonrisa, — y considerando mi deprimente vida amorosa, eso es decir mucho”.
Sus ojos vagaban a su alrededor, mirando el dosel de seda que la cubría, como si fuera una pantalla en la que pudieran proyectarse ante sus ojos los acontecimientos de las semanas anteriores.
Annie había insistido en que asistiera a la Gala de los McNamara con ese nuevo amigo que Archie había conocido en el Club de Yates de Chicago. El hombre pertenecía a la adinerada familia Stager y era uno de los solteros más codiciados de esa temporada. De hecho, lo había visto un par de veces antes; había bailado un Charlestón o dos con él en una de las fiestas de Annie y habían tomado el té juntos en alguna otra ocasión. Eso era todo. Cierto, era muy buen mozo, con un par de diabólicos ojos color avellana y una sonrisa pícara que le recordaba a otra . . . aunque no la misma. Tal vez fue esa media sonrisa suya la que la había persuadido a aceptar su ofrecimiento de escoltarla a la gala. Pensó que tal vez esta vez, sólo esta vez, la elección de Annie no había sido tan descabellada.
—Soy una tonta, —se dijo para sus adentros y, levantando el torso para sentarse de nuevo en la cama, comenzó a bajarse las medias.
Moviendo la cabeza de derecha a izquierda, desaprobando en silencio su propia conducta, se desvistió con movimientos perezosos. Mientras cada prenda caía descuidadamente sobre su loveseat de rayas blancas y rosas, se recordó que debía de ocuparse de arreglar aquel desorden a la mañana siguiente. Pero cada prenda que se quitaba del cuerpo no contribuía a hacerla sentir más ligera. Al contrario, la joven sentía el peso de su decepción presionando sus hombros aún más que antes.
Abrió su armario para sacar una bata de seda que se puso con pereza, antes de sentarse frente a su tocador. De pronto, justo al sentarse en el taburete, sus hombros comenzaron a temblar, soltando un sollozo, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Instintivamente, abrió uno de los cajones para buscar su libro de oraciones. Allí, entre sus oraciones favoritas, estaba la foto de él.
Por un segundo, no pudo reunir el valor de mirar la imagen, ya descolorida por el tiempo, de aquellos ojos brillantes. Se sentía como si esa noche ella le hubiese sido infiel y el dolor de su culpabilidad era punzante. Sin embargo, después de que su resistencia inicial se erosionara bajo la presión de su necesidad de volver a verlo, la muchacha acarició con sus ojos cada línea de ese rostro amado.
—Ningún hombre se compara contigo, mi tonto arrogante —susurró con sólo una leve corriente de aire corriendo desde sus pulmones hasta su garganta.
Colocó el libro abierto sobre su tocador, dejando sus manos libres para proceder a desmaquillarse.
—¿Cómo pude imaginarme que ese horrendo patán podía ser como tú? —pensó, mientras se secaba las lágrimas con un algodón. —Quiero decir, tú también puedes ser un patán a veces, pero eso es sólo en la superficie, mientras que él . . . ¡Qué insoportable payaso, hablando de dinero, automóviles y yates toda la noche! Debería haber salido corriendo desde que él abrió la boca por primera vez.
Mientras se miraba en el espejo, por un segundo que pareció durar una eternidad, el hombre cuyo rostro no podía olvidar pareció emerger de la oscuridad.
—¡Y dejaste que ese idiota te besara! ¡Nunca te lo perdonaré, Pecas! —una voz tan profunda y masculina como la que la perseguía en sueños penetró el silencio, sonando como un violonchelo vibrando en el silencio de la noche.
Ella lo miró, reconociendo esa mirada fría en sus ojos azules como el mar en una mañana tormentosa.
—¿Puedes reprocharme que intente vivir de nuevo, querido Terry? —replicó ella, mirando sus ojos zarcos, mitad feliz de haber conjurado su recuerdo y mitad temerosa de sus reacciones ahora que el fantasma de su recuerdo había decidido visitarla nuevamente.
—Pero hiciste tanto alboroto cuando yo intenté besarte, y ahora aceptas estas citas, este hombre... ¿de verdad estás tratando de olvidarte de mí... de nosotros? —respondió la imagen en el espejo, todavía malhumorada.
Candy bajó la mirada, mojando el algodón en su crema facial para limpiar el delineador que corría por sus mejillas, mezclado con sus propias lágrimas.
—Por favor, intenta comprender. Desearía poder explicarte honestamente lo que sentí entonces… después del Festival de Mayo… lo que tu beso significó realmente para mí… no tienes idea de las muchas cosas que desearía haberte dicho… pero es demasiado tarde… por ahora… debo olvidar, ¡pero simplemente no puedo! ¡Simplemente no puedo! — pensó, y sus ideas se convirtieron en una mezcla confusa de arrepentimiento, nostalgia y frustración.
Los ojos azules en el espejo la miraban con compasión, comunicándose con ella de esa manera que él solía usar, un código sin palabras que ella podía entender. Sin embargo, esas miradas que decían “estoy contigo… siento lo que tú sientes” sólo reforzaban esa conexión que le daba placer y dolor al mismo tiempo. De no haber sido por esto último, nunca habría deseado que la conexión desapareciese.
—¿Por qué no me sueltas, Terry? —preguntó casi con un gemido de reproche—. Es como si tus manos nunca hubieran soltado mi cintura, y mi alma, aquella noche en el hospital. ¿Qué me hiciste? ¿Qué clase de hechizo me lanzaste que ni el tiempo ni mis mejores esfuerzos por olvidar pueden contrarrestarlo? —le preguntó en sus pensamientos.
—Bueno, tal vez obtendrías mejores resultados contrarrestando mi supuesto hechizo si encontraras reemplazos más aceptables. ¡Por San Jorge, Pecas! Ese hombre ridículo que elegiste esta noche era simplemente inaceptable ¿Cómo puedo perdonarte por esta ofensa? —respondió el hombre del espejo con un atisbo de sonrisa torcida que curveaba sus labios sin poder disimular su intencional reproche.
—¡No! ¡No te permitiré que me reclames así! —respondió ella en su pensamiento — ¡Tonto arrogante! Tú sabes muy bien que no tienes rival en mi corazón. Y yo debería haber sabido que una simple atracción física no puede compararse con la fuerza irresistible del amor apasionado que tú, muy a mi pesar, aún me haces sentir. Pero, por favor, por favor, intenta ponerte en mi lugar.
—¿Eso es lo que quieres de mí ahora? —preguntó él melancólicamente.
—¡Ay, Terry! Ojalá pudieras encontrar la generosidad de perdonar mis débiles intentos de encontrar el amor en otro lugar, en alguien más, aunque ese alguien no sea ni la mitad del hombre que tú eres.
El rostro en el espejo pareció suavizarse mientras ella procedía a deshacer el intrincado peinado que Annie le había ayudado a crear para esa noche.
—¿No ves que estoy intentando cumplir la promesa que te hice esa noche, pero estoy fracasando miserablemente? Hoy fue otro ejemplo de mis constantes fracasos”, continuó ella disculpándose.
—Quizás no te estás esforzando lo suficiente... o quizás eres mala cumpliendo promesas —sugirió el imaginario Terrence con ese tono desafiante que ella conocía tan bien.
Candy vio su melena rizada ahora cayendo libre sobre su espalda y con un suspiro respondió:
—Ojalá tu seas mucho mejor en eso de lo que yo seré jamás, Terry. Eres feliz con ella, ¿no es así? —preguntó con voz enronquecida.
Esta vez, el hombre del espejo no respondió, sino que bajó la mirada.
—No te preocupes, Terry —le habló, intentando involucrarlo una vez más en esa conversación imaginaria— Todo lo que siempre he querido es que seas feliz, aunque no pueda verlo con mis propios ojos —dijo la joven, con gran honestidad.
—¿De verdad quieres verme feliz? . . . ¿Por qué no viniste a verme aquella vez que tenías ese boleto?
Ella apenas podía creer que él le estuviera reprochando esa decisión.
—Simplemente … no pude hacerlo —murmuró—. Verás, puedo desearte lo mejor, esperando que tú y ella sean felices juntos, pero, por favor, no me pidas que lo presencie. No me pidas que te vea de lejos, o peor aún, de cerca y pretenda que tú ya no eres nadie para mí.
Esta última confesión volvió a traer lágrimas a sus ojos.
— Tú eras todo para mí… —susurró él, y sus palabras fueron como dagas que le cortaban el corazón.
—Terry , por favor, no digas esas cosas. Tú estás lejos, planeando una boda con otra mujer, y yo me quedo aquí, viendo este ridículo desfile de hombres cuyos ojos no brillan como los tuyos, cuyas sonrisas son opacas comparadas con el más leve movimiento de tus labios, cuyas voces no resuenan en mis oídos antes de quedarme dormida... ¿Cómo puedo cumplir mi promesa cuando no tengo corazón para dársela a otro porque tú, hombre imposible, olvidaste devolvérmelo?
Los ojos de él se entristecieron, llenos de preocupación por ella.
—Lo siento, Pecas. Tal vez necesites crear un nuevo corazón, una nueva versión de ti misma... para seguir adelante... o tal vez encontrar la felicidad de una manera diferente... a menos que aún tengas esperanzas de que nosotros...
—No, no nos esperancemos en vano. ¿De acuerdo? —dijo ella, sacudiendo la cabeza, mientras observaba sus largos rizos sobre sus hombros—. Pero tienes razón. Si estoy harta de esta farsa de ensayo y error, debo acabar con ella de una vez por todas. Crearé una nueva yo, una nueva Candy... una a la que ya no le importe encontrar el amor al lado de un hombre.
Y con esta última resolución, Candy abrió uno de los cajones de su tocador y sacó unas tijeras. Antes de poder detenerse a pensar en lo que estaba a punto de hacer, encendió la lámpara de mesa que tenía a su lado, agarró uno de sus mechones y se lo cortó justo por debajo de las orejas. Unos minutos después, un charco de rizos rubios inundó el tocador y el suelo alrededor del taburete.
Con lágrimas aun corriendo por sus mejillas, Candy se miró y dijo en voz alta:
—¡Muy bien! Basta de citas sin sentido. Esta soy yo... Candice White Ardlay: Solterona
Si Terry realmente hubiera estado allí para presenciar cómo los bucles dorados que tanto amaba habían sido desechados sin contemplaciones, también habría llorado con ella.
Dos meses después de esta noche... Susannah Marlowe dejó este mundo.

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